Un argumento pesado, recurrente como una pesadilla. La ingeniería financiera mundial da la voz de alarma, desata el terror, provoca una crisis y se las arregla para incrementar sus beneficios gracias a ella. Faltaba el epílogo, aprovechar la situación para machacar al enemigo, y ya lo tenemos aquí. Cuando la película parecía a punto de terminar, aparece un nuevo protagonista de naturaleza siniestra y tentacular, a quien no le tiembla el pulso al señalar a los verdaderos culpables: las organizaciones sindicales y el Estado de bienestar. Sólo de nuestra renuncia a los derechos conquistados durante largas décadas de lucha, debemos esperar la salvación.
Nadie parece inquietarse porque ignoremos demasiadas cosas. Quiénes son, por ejemplo, los propietarios de esas fantasmales agencias de calificación que funcionan como una mafia universal. Por qué no tienen un portavoz que dé la cara y responda a preguntas. A qué intereses obedecen, aparte de fortalecer el dólar en detrimento del euro, un objetivo que, a estas alturas, es ya meridiano hasta para quienes carecemos de mentalidad conspirativa. Y por qué, mientras las reivindicaciones de los trabajadores se presentan como el colmo del egoísmo insensato, no se plantean medidas de control frente al calculado, rentable pánico de los especuladores.
En los últimos días, he escuchado pronunciar el venerable nombre de Grecia con tal desprecio, que demasiadas veces, y en muchos idiomas distintos, ha evocado en mis oídos el acento de Adolf Hitler. Y no he podido evitar que un profundo prejuicio racista arraigue en mí. Sí, lo confieso. Si algún día caigo fulminada en plena calle con un bebé entre los brazos, siempre se lo confiaré antes a un sindicalista griego que a un financiero anglosajón. Vivirá peor, pero su espíritu permanecerá a salvo de la despiadada crueldad de los cínicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario