Ser decente es una lata. Implica creer en la dignidad del ser humano y todo eso. Hay cosas (explotar a un semejante, por ejemplo) que una persona honorable no puede permitirse. ¿Pero a quién no le apetece echar de cuando en cuando una cana al aire? Los padres de familia tradicionales (ejemplares, por lo general) tenían para desahogarse el burdel, donde azotaban el culo de las chicas o pedían a las chicas que azotaran el suyo. ¿Por qué no hay burdeles para que las personas virtuosas descansen de su ejemplaridad? Pues sí los hay: ahí está el Parlamento Europeo, donde llegas un día agobiado por las obligaciones morales características de un político honesto, y te puedes permitir el lujo de votar una jornada laboral de 60 horas semanales. Sesenta horas semanales de trabajo son una perversión, como practicar el sexo con correas y lavativas. Equivalen a 12 horas diarias, sin contar los desplazamientos. Porno duro, en fin. ¿Pero a quién no le apetece de vez en cuando despendolarse un poco? ¿Quién no alberga en el fondo de su alma fantasías sadomasoquistas? Pues ahí está el Parlamento Europeo para dar salida a todas estas necesidades. Pongamos que usted, pese a ser un individuo cabal, ha soñado en alguna ocasión con tener en un sótano a un niño, jugar con él durante equis meses y luego abandonarlo en cualquier país. Pues eso lo puede votar ahora mismo en el Parlamento Europeo. Y quien dice un niño dice un hombre hecho y derecho. Coger a un negro, qué maravilla, y encerrarlo una temporada por hambriento, para que aprenda, sin consecuencias de ninguna clase. El burdel es una institución absolutamente necesaria. Reconocer su existencia significa reconocer el lado oscuro del hombre. Si bien no tenemos nada contra sus clientes, nos gustan las personas que, como Borrell u Obiols, se niegan a utilizar sus servicios.
Leído en El País el 27/5/2008
Leído en El País el 27/5/2008
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