En un Parlamento hay mayorías y minorías, ganadores y perdedores. Siempre me ha parecido admirable, y a la vez complejo, ese dogma que caracteriza a una verdadera democracia: que la minoría reconoce la autoridad de la mayoría para gobernar. Esto es lo que caracteriza a un “pueblo”, por tanto al pueblo español. Un país, una nación, existe como tal cuando los perdedores en unas elecciones democráticas respetan y aceptan las decisiones de la mayoría parlamentaria. El candidato que vence en unas elecciones, o sea, quien consigue un apoyo parlamentario superior a cualquier otro, es el que posee la legitimidad/legalidad para gobernar. Y quien o quienes no alcanzan esa mayoría, aceptan la investidura de la mayoría como legal y legítima. Reconocen la legitimidad del Gobierno. No es esto lo que está sucediendo en España después de que el partido socialista haya conseguido el apoyo de todo el arco parlamentario, salvo Partido Popular y Vox. Los dirigentes de ambos partidos, PP y Vox, no aceptan la legitimidad de la coalición PSOE-Sumar para gobernar los próximos cuatro años. Supuestamente porque Pedro Sánchez ha admitido que se apruebe una ley para amnistiar a aquellas personas procesadas por actos de intencionalidad política vinculados a los incidentes del llamado procés. Este hecho –la amnistía–provocará seguramente que la oposición no ejerza su función de tal y convierta, a lo largo de la próxima legislatura, sus actos parlamentarios y extraparlamentarios en filibusterismo desde el Senado y en denuncias constantes de la ley de amnistía que el PSOE ha acordado promover en los pactos con los partidos independentistas Junts y ERC.
Sin embargo, lo más importante del acuerdo con los independentistas catalanes es que, lo quieran o no, aceptan el sistema político. En definitiva, que España es un país, una nación, a la que pertenece Catalunya. La posición del Partido Popular y de Vox, negando que sea legítimo que la mayoría progresista ganadora el 23J gobierne en la legislatura que se iniciará este mes, es grave. No ya solo porque contradice las leyes históricas de las democracias europeas, sino porque rompe el concepto jurídico y político de “pueblo español”. Negar la legitimidad a un gobierno apoyado por una mayoría parlamentaria es negar la existencia de un estado unitario, de un país, de un colectivo nacional. La unidad e integridad del “pueblo español” se basa en que la minoría –la que surja de las urnas– respeta y acepta que la mayoría es la legitimada para gobernar al Estado. Eso de “si yo no gano rompo la baraja” hace inviable la aplicación de las reglas que hacen de España una “democracia plena”, como se nos reconoce en el ranking de The Economist.
Es realmente paradójico, y hasta satírico, que a las derechas que alardean de más españolismo y más banderas (algunas anticonstitucionales) no les importe romper la idea de “pueblo español”. Sin unidad en la lealtad a la Constitución y la democracia, y a los resultados electorales, el pueblo deja de serlo y pasa a ser un colectivo fragmentado y disperso. Se debilita hacia el interior y hacia el ámbito internacional. Es muy poco patriota intentar herir a las instituciones, empezando por el Gobierno y el Parlamento. Es también poco inteligente porque esa debilidad afecta a todos los actores políticos, no solamente a los que han obtenido la mayoría. En una democracia, tan importante es el Gobierno como la oposición. Las actitudes adoptadas por la oposición tras el 23J deterioran a todos los sujetos que componen nuestro sistema político y, entre ellos, al más importante y poderoso: el pueblo español.
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